EL MONO DESNUDO. Cap. 5. LUCHA.
Como especie, nos preocupa tanto la
violencia de masas y destructora de masas de los tiempos actuales, que al
discutir este tema nos exponemos a perder nuestra objetividad. Nuestro único
consuelo será que, como especie, habremos tenido un final emocionante. No muy
largo, tal como van las cosas, pero sí asombroso.
Los
animales luchan entre sí por una de dos razones: para establecer su dominio en
una jerarquía social, o para hacer valer sus derechos territoriales sobre un pedazo
determinado de suelo. Nosotros pertenecemos al último grupo: las dos cosas nos
atañen. Además de la defensa colectiva del territorio, y de la organización
jerárquica, la prolongada dependencia de los jóvenes, que nos obligó a adoptar
las unidades familiares por parejas, exigía otra forma de autoafirmación. Cada
macho, como cabeza de familia, se vio obligado a defender su propio hogar
individual, dentro de la base común de la colonia. Por esto existen, para
nosotros, tres formar fundamentales de agresión. Cuando un mamífero experimenta
una excitación agresiva, se producen en su cuerpo una serie de cambios
fisiológicos básicos. Toda la máquina tiene que apercibirse para la acción por
medio del sistema nervioso automático. Este sistema se compone de dos subsistemas
opuestos y compensatorios: el simpático y el parasimpático. El primero es el
encargado de preparar el cuerpo para la actividad violenta. Al segundo, le
incumbe la tarea de conservar y restaurar las reservas corporales. El primero
dice: «Estás listo para la acción; ponte en marcha.» El segundo dice:
«Tranquilízate, descansa y conserva tus fuerzas.» Todo lo que hizo el sistema
automático fue preparar el cuerpo para la acción muscular. Peor, ¿qué hicieron
los músculos? Se tensaron para la arremetida, pero el ataque no llegó a
producirse. El resultado de esta situación es una serie de movimientos de intención
agresiva, de acciones ambivalentes y de actitudes contradictorias. Los impulsos
de ataque y de huida tiran del cuerpo en uno u otro sentido. El animal se lanza
hacia adelante, retrocede, se esquiva, se agazapa, salta, se inclina, se
aparta. En cuanto el afán de atacar apremia, surge inmediatamente, como
contraste, el impulso de huir. Todo movimiento de retirada es compensado por un
movimiento de ataque.
Como
resultado de esto observamos, en muchas especies animales, complicados rituales
de amenaza y «danzas» de guerra. Los contendientes se mueven en círculo, en
característica actitud de reto, tenso y rígido el cuerpo. tiene que indicar de
alguna manera al animal más fuerte que ha dejado de constituir una amenaza y
que no pretende continuar la lucha. Si la demora hasta quedar gravemente
lesionado o físicamente exhausto, la cosa será evidente y el animal dominante
se marchará y le dejará en paz. Pero si puede expresar su aceptación de la
derrota antes de que su posición haya llegado a aquel desdichado extremo,
logrará evitar más graves perjuicios.
Cuando los
impulsos de ataque y de fuga son vigorosa y simultáneamente activados,
exhibimos un gran número de movimientos intencionados característicos y de
actitudes ambivalentes. La más corriente consiste en levantar el puño cerrado,
además convertido en rito de dos maneras diferentes. Se realiza a cierta
distancia del rival, a demasiada distancia de éste para que pueda convertirse
en puñetazo. De este modo, su función deja de ser mecánica, y el ademán se
transforma en señal visual.
Acompañamiento
especializado e importante de todas estas manifestaciones es la exhibición de
amenazadoras expresiones faciales. Estas, junto con nuestros signos vocales
verbalizados, nos brindan el método más preciso para comunicar nuestro exacto
humor agresivo.
Si tenemos
en cuenta que, debido al desarrollo cultural de las armas artificiales letales,
hemos llegado a ser una especie potencialmente peligrosa, no nos sorprenderá
descubrir que poseemos una extraordinaria cantidad de señales de
apaciguamiento. Compartimos con los otros primates la básica y sumisa respuesta
que consiste en encogernos y gritar.
Debido a
su poderoso efecto intimidatorio, muchas especies se han provisto de ojos
simulados, como mecanismos de defensa. Muchas mariposas ostentan en las alas
unas sorprendentes manchas que parecen ojos. Estas permanecen ocultas hasta que
los insectos son atacados por ciertos animales voraces. Entonces abren las alas
y muestran a su enemigo aquellas manchas semejantes a ojos. Se ha demostrado
experimentalmente que esto produce un poderoso efecto intimidatorio en los
presuntos asesinos, que a menudo echan a volar y dejan tranquilos a los
insectos. Muchos peces y algunas especies de aves, e incluso de mamíferos, han
adoptado esta técnica. En nuestra propia especie, los productos comerciales han
empleado en ocasiones (a sabiendas, o inconscientemente) el mismo truco. Los
dibujantes de automóviles se sirven de los faros para este objeto, y con
frecuencia aumentan la impresión agresiva del conjunto dando a la línea frontal
del capó la forma de un ceño fruncido.
Muchas
veces, los ademanes amistosos provienen de las actitudes de sumisión. Ya hemos
visto cómo acontecía algo semejante con las reacciones de la risa y la sonrisa.
En nuestra propia especie, el comportamiento infantil por parte de adultos
sumisos es muy corriente durante el galanteo. La pareja adopta a menudo el
«lenguaje infantil», no porque tienda al paternalismo, sino porque con ello
provoca cada cual sentimientos cariñosos y protectores, maternales o
paternales, en el compañero, y eliminan, por ende, otros sentimientos más
agresivos (o, por decirlo así, más temibles). Empleamos, virtualmente, toda
clase de acciones triviales como desahogo de nuestros irritados sentimientos.
Al hallarnos en un estado de conflicto, arreglamos los objetos que tenemos a
mano, encendemos un cigarrillo, nos limpiamos las gafas, consultamos nuestro
reloj de pulsera, nos servimos una copa o mordisqueamos un poco de comida.
Cuando
pasamos por los momentos más intensos de tensión agresiva, tendemos a volver a
ciertas actividades diversivas que compartimos con otras especies de primates,
y nuestros desahogos toman un cariz más primitivo. «Mentimos» más con las
palabras que con las demás señales de comunicación, pero, incluso así, el
fenómeno no debe ser enteramente pasado por alto. Es extraordinariamente
difícil «decir» mentiras con los hábitos de comportamiento que hemos estudiado;
pero no es imposible. Los más hábiles de comportamiento mentiroso son los que,
en vez de aplicarse conscientemente en alterar señales específicas, se imaginan
hallarse en el estado de ánimo que quieren aparentar y dejan que los pequeños
detalles salgan por sí solos. Este método es frecuentemente empleado con gran
éxito por los mentirosos profesionales, tales como actores y actrices. Cuando
la situación degenera, al fin, en contacto físico directo, el mono desnudo -desarmado-
se comporta de un modo que contrasta curiosamente con el que observamos en
otros primates. Para éstos, los dientes, son el arma más importante; en cambio,
para nosotros, lo son las manos. Ellos agarran y muerden; nosotros agarramos y
apretamos, o golpeamos con los puños cerrados. El siguiente paso importante en
los métodos propios del comportamiento de ataque fue el aumento de la distancia
entre el atacante y su enemigo. Las armas de fuego llenan dramáticamente esta
laguna, pero las bombas caídas del cielo tienen todavía mayor alcance, y los
cohetes tierra-tierra pueden llevar aún más lejos el «golpe» del atacante.
Resultado de esto es que los rivales, en vez de ser derrotados, son
indiscriminadamente destruidos. Como se ha explicado anteriormente, la finalidad
de la agresión, dentro de la misma especie y a nivel biológico, es el
sentimiento, no la muerte, del enemigo. No se llega a las últimas fases de
destrucción de la vida porque el enemigo huye o se rinde. En ambos casos, se
pone fin al choque agresivo: la disputa ha quedado dirimida. El animal quiere
la derrota del enemigo, no su muerte; la finalidad de la agresión es el
dominio, no la destrucción, y, en el fondo, no parecemos diferentes, a este
respecto, de otras especies. No hay razón alguna para que no sea así.
Persistía
la antigua necesidad de una figura omnipotente capaz de tener al grupo bajo
control, y su falta fue compensada con la intervención de un dios. La
influencia de esta figura divina podía, entonces, actuar como fuerza adicional
a la influencia, más restringida, del jefe de grupo. A primera vista, es
sorprendente que la religión haya prosperado tanto, pero su extraordinaria
potencia es simplemente una medida de la fuerza de nuestra tendencia biológica
fundamental, heredada directamente de nuestros antepasados simios, a someternos
a un miembro dominante y omnipotente del grupo. Debido a esto, la religión ha
resultado inmensamente valiosa como contribuyente a la cohesión social, y cabe
dudar de que nuestra especie hubiese llegado muy lejos sin ella, dada la
combinación única de circunstancias de nuestros orígenes evolutivos. La
religión ha sido también causa de muchos e innecesarios sufrimientos y
calamidades, siempre que se ha formalizado excesivamente en su aplicación, y
siempre que los «ayudantes» profesionales de las figuras divinas han sido
incapaces de resistir la tentación de pedirles prestado un poco de su poder
para su propio uso.
El
comportamiento de anticontacto nos permite mantener el número de nuestros
conocidos al nivel correcto en nuestra especie. Lo hacemos con notable
constancia y uniformidad. Descubrirán que casi todos conocen aproximadamente el
mismo número de individuos, y que este número se aproxima al que atribuimos a
un pequeño grupo tribal. En otras palabras: incluso en nuestros contactos
sociales observamos las normas biológicas básicas de nuestros remotos
antepasados. En lo que parece ser un gran hervidero de cuerpos, pero que, en
realidad, es una increíblemente complicada serie de grupos tribales
entrelazados. ¡Cuán poco ha cambiado el mono desnudo desde sus remotos y
primitivos días!
EDGAR
ALEJANDRO GUADARRAMA RUEDA.